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Gaza y el lobby del estado israelí

Gaza y el lobby del estado israelí

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En el segundo aniversario de la masacre perpetrada por Hamas en el festival Nova y de Nahal Oz en tierras israelíes, recordamos el conflicto en Gaza como algo mucho más que un episodio aislado o un simple enfrentamiento religioso. Es la expresión más visible de un proyecto político, ideológico y militar que, en nombre de una narrativa histórica, ha convertido a Medio Oriente en un tablero de guerra permanente. Si vamos al terreno político, la izquierda aprovecha cada milímetro con sus múltiples banderas, total el asunto es desestabilizar los estados democráticos como los conocemos, pero qué pasa en la derecha, especialmente aquella que se declara cristiana, debe preguntarse con honestidad: ¿cómo justificar la complicidad con un Estado israelita que niega la paz, instrumentaliza la religión y arrastra a potencias como Estados Unidos a una espiral interminable de violencia?

El cristianismo no se funda en la noción de un “pueblo elegido”, sino en el seguimiento de Jesús como modelo de vida. Paradójicamente, el mismo judaísmo institucional considera a Jesús un falso profeta. El proyecto sionista no tiene raíz espiritual sino política, pues el sionismo nació en Europa oriental como un movimiento secular y socialista, rechazado incluso por rabinos de su tiempo que lo consideraban contrario a la tradición del Talmud Ketubot 111, que prohíbe migraciones masivas a la Tierra de Israel y rebeliones contra otras naciones. Algo muy diferente y por eso hacemos la distinción, con el pueblo judío, que es respetuoso de otras tradiciones religiosas, con una riqueza cultural innegable y que busca vivir en paz, en sana convivencia donde se emplacen. 

La idea de crear un Estado judío moderno proviene de políticos británicos del siglo XIX, cristalizada en la Declaración de Balfour de 1917, que ofreció tierras palestinas —entonces bajo control otomano— para un proyecto que no respondía ni a la geografía ni a la historia local. Una obra más del desastre britanico colonizador.

Pero verán ustedes el avance del expansionismo israelí y las guerras permanentes sin límites; En la actualidad, el Estado de Israel sostiene siete conflictos simultáneos: en Gaza, Cisjordania, Irán, Irak, Yemen, El Líbano y Siria. Su estrategia arrastra a Estados Unidos a respaldar acciones que no fortalecen la seguridad global, sino que perpetúan la inestabilidad. La noción del “Gran Israel”, concebida por Theodore Herzl y consolidada por David Ben Gurion posteriormente, contempla la apropiación de tierras de Egipto, Siria y El Líbano, lo cual explica la naturaleza expansionista de su política.

Incluso la guerra de Irak de 1991 presentada como lucha contra el terrorismo, estuvo marcada por la influencia del lobby israelí en Washington. Estados Unidos no fue víctima inocente, pero es evidente que sus intereses se entrelazaron con los de AIPAC, la organización más poderosa del sionismo político en el país norteamericano.

Durante tres décadas, ningún presidente estadounidense ha desafiado al lobby israelí. El único intento serio lo protagonizó George W. Bush, pero tambien al poco tiempo perdió fuerza. AIPAC opera mediante chantaje, financiamiento de campañas, compra de legisladores y la creación de centros de pensamiento que difunden propaganda disfrazada de investigación.

El destacado analista internacional Jeffrey Sachs ha calificado a Benjamin Netanyahu como un “belicista repugnante” y tal como ya lo viene denunciando hace años el realista John Mearshimer junto a Stephen Walz, donde en su obra “El Lobby Israelí” detallan de manera irrefutable los estratagemas de poder coercitivo y cada maniobra de este grupo en el parlamento estadounidense y en el ejecutivo de dicho país, están destruyendo la posibilidad de una paz duradera cada vez que se acerca dicha posibilidad. El asesinato de Isaac Rabin en 1995, tras llegar a un acuerdo con Yasser Arafat en Camp David, demuestra hasta qué punto el propio sionismo puede volverse contra sus líderes cuando estos se inclinan hacia la paz.

El caso palestino es claro: cumple todos los criterios que el derecho internacional exige para ser reconocido como Estado. Tiene población permanente, fronteras reconocidas en las resoluciones de 1967, y ha mostrado voluntad de respetar la Carta de la ONU. Sin embargo, de los 193 Estados miembros, 180 apoyan su derecho a la autodeterminación, frente a una minoría liderada por Estados Unidos e Israel, junto con votos marginales de países dependientes como Micronesia o, más recientemente, aliados regionales como Argentina y Paraguay.

Mientras tanto, los medios masivos occidentales replican una narrativa proisraelí que invisibiliza la ocupación y presenta la violencia como “defensa”. Pero el dato central es ineludible: hoy en Palestina hay cada vez más judíos y menos palestinos, y la estrategia del lobby apunta a la limpieza étnica de estos últimos.

Acá sin duda enfrentamos un dilema moral y político. Aunque nadie en su sano juicio podría apoyar el terrorismo y todo lo que ello implica, no se combate con bombardeos en zona de civiles e infringiendo un desolador sufrimiento al pueblo palestino, lo que jamas podría justificarse en nombre de un supuesto mandato divino ni de intereses geopolíticos. Callar equivale a legitimar la violencia que lleva al Estado israelí a cometer este acto genocida.

Dicho lo anterior es de total sentido hablar de una verdadera paz solo posible con el reconocimiento pleno de un Estado palestino soberano. Esto sería algo de justicia histórica y de respeto al derecho internacional.

Gaza se ha convertido en un símbolo de la degradación de la política internacional bajo la presión de lobbies que transforman la religión en arma y la diplomacia en servidumbre. Entender Gaza significa reconocer que ningún pueblo puede reclamar libertad negándosela a otro. El desafío es, por tanto, dejar atrás el mito del pueblo elegido y asumir que la verdadera defensa de valores cristianos pasa por estar junto al oprimido. Solo así se podrá sostener un discurso político con autoridad moral en el siglo XXI.

 

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