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Felicidades patria nuestra

Felicidades patria nuestra

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Celebramos unas nuevas fiestas patrias con el 18 de septiembre en Chile, aunque la firma del Acta de Independencia se remonta al 12 de febrero de 1818, el proceso independentista inició con la Primera Junta Nacional de Gobierno en 1810, un acto de audacia que marcó el comienzo de nuestra soberanía. Hoy nuestro país se proyecta con todo su acervo cultural y misión de preservarla en el tiempo.

Desde la llegada de los conquistadores católicos españoles en el siglo XVI, Chile recibió una herencia espiritual invaluable: la cristiandad. Pedro de Valdivia y sus hombres no solo trajeron su ímpetu civilizatorio, sino también la cruz que todo un pueblo portaba con orgullo, evangelizando una tierra virgen y depositando una semilla de fe católica al sur del mundo. Esta conquista, lejos de ser solo un acto de dominación, fue un puente cultural que introdujo valores cristianos como la caridad, la justicia y la redención. Hoy, en un mundo secularizado y dominado por la razón hegemónica humanista, debemos preservar esta semilla, que ha florecido en tradiciones como la Fiesta de la Tirana en el norte del país, símbolos como el roto chileno, o las procesiones de Semana Santa o de la Virgen de lo Vásquez. El cristianismo no es un relicto del pasado; es el alma de Chile, que nos une en una comunidad de fe y nos recuerda que nuestra independencia no fue un rechazo a la madre patria, sino una maduración respetuosa. Nuestros próceres, como Bernardo O’Higgins, los Carrera, cada uno con una impronta bien marcada pero el deseo de dar autonomía a estas tierras australes, honraron a España mientras forjaban un camino propio, guiados por principios cristianos de libertad y dignidad humana.

La mezcla de nuestra gente es otro pilar de nuestra identidad. Chile es el fruto virtuoso de la unión entre los conquistadores ibéricos –valientes, emprendedores y devotos– y los araucanos, ese pueblo mapuche indómito y guerrero que resistió con fiereza. Nicolás Palacios, en su obra seminal Raza Chilena (1904) y tantas veces mal interpretada, elevó esta fusión como la esencia de un pueblo que miraba a lo trascendente: una sangre luchadora que combina la disciplina española con la tenacidad indígena. Esta mezcla no es casual; es una sinfonía de culturas que ha generado un carácter resiliente, capaz de enfrentar las más duras pruebas. En las pampas del sur, en los valles centrales o en las minas del norte (otroras salitreras, hoy cupríferas), vemos esta herencia viva: un pueblo trabajador, hospitalario y fiel a sus raíces. Palacios nos insta a valorar este fenotipo como un tesoro único, que ha permitido a nuestra nación prosperar en un continente azotado tantas veces por corrientes veleidosas de ambición por enemigo externos pero también por los internos, infiltrados en su seno con sentimientos oscuros y que nos han traído división en más de una ocasión.

Como hemos constatado, no todo ha sido gloria en nuestra vida republicana. Chile ha sido víctima de experimentos ideológicos descabellados que han amenazado nuestra estabilidad y valores cristianos. El marxismo de Salvador Allende, durante su gobierno de 1970 a 1973, representó uno de los más notorios de los intentos por imponer un socialismo radical que llevó al caos económico, la escasez y la polarización social, flagelo con el que cargamos hasta nuestros días. Allende, influido por ideas comunistas, nacionalizó industrias de manera irresponsable y promovió reformas agrarias que, aunque prometían igualdad, generaron inflación galopante y conflictos internos, enfrentando a chilenos al separarlo en clases sociales en permanente conflicto. Este episodio no fue aislado; el comunismo ha acechado nuestra historia desde el siglo XIX, con intentos de subvertir el orden republicano.

Más recientemente, hemos visto la infiltración del wokismo y el anarquismo, ideologías que promueven la fragmentación social bajo el pretexto de inclusión y de mayores oportunidades para segmentos olvidados. El Mayo del 68 francés, con su rebelión contra las estructuras tradicionales, inspiró a través de los años en Chile la formación de colectivos LGBT y movimientos que cuestionan la familia nuclear y los valores cristianos. Estos grupos, amplificados en la insurrección arteramente provocada por la izquierda en 2019, han impulsado agendas que diluyen nuestra identidad cultural. Peor aún, la Teología de la Liberación, nacida en tierras latinoamericanas –con raíces en Chile a través de sacerdotes que fueron formateados por el marxismo alojado al clero en esa época y exportada a países como Nicaragua y El Salvador–, socavó la Iglesia Católica chilena. Esta corriente, que fusiona marxismo con teología, prioriza la lucha de clases sobre la salvación espiritual, erosionando la doctrina tradicional y contribuyendo a escándalos que han debilitado la fe en nuestra nación. En lugar de unir, ha dividido, exportando su veneno a todo Latinoamérica y alejando a fieles de la verdadera cristiandad.

A pesar de estos desafíos ideológicos, Chile ha demostrado una capacidad extraordinaria para sobreponerse, especialmente a las circunstancias impuestas por la naturaleza. Los terremotos de 1960, 1985 y 2010 (registrados como los más devastadores en la historia de la humanidad) son testigos de nuestra resiliencia. El de Valdivia en 1960 con una magnitud de 9,5 en la escala de Richter, causó una devastación generalizada en el sur de Chile, provocando la muerte de más de 2.000 personas. El sismo de Valparaíso en 1985, de magnitud 8.0, destruyó miles de hogares y se llevó muchas vidas, pero el pueblo chileno se levantó con solidaridad cristiana, reconstruyendo comunidades con ayuda mutua. Similar fue lo ocurrido en el terremoto bautizado como “27F” en 2010, uno de los más potentes registrados (8.8), seguido de un tsunami que devastó el centro-sur del país. Sin embargo, gracias a nuestra sangre luchadora –esa mezcla ibérica-araucana que Palacios alababa–, emergimos más fuertes. Ingenieros, voluntarios y la formidable gestión de los gobiernos en ambos casos, coordinaron esfuerzos titánicos implementando normativas sísmicas que hoy nos posicionan como líderes mundiales en prevención. Estos eventos no nos doblegaron; al contrario, reforzaron nuestra fe y unidad, recordándonos que «en la adversidad se prueba el temple del hombre».

Para finalizar, al conmemorar nuestra independencia, celebremos a Chile como una nación forjada en valores cristianos, enriquecida por la mixtura de sus pueblos y ennoblecida por las gestas de sus héroes. Esta tierra de poetas como Gabriela Mistral, Vicente Huidobro y el Neruda de la primera etapa fueron dibujando un paisaje apto para proyectar esta delgada pero gallarda faja de tierra. Chile, este sur del mundo bendecido, debe seguir caminando hacia su destino, aunque experimentos foráneos intenten desviarlo con soluciones colectivistas, olvidando sus raíces, y por el contrario, debe mantenerse fiel a su herencia cristiana y a su espíritu indomable frente a esta posmodernidad. Que este aniversario nos inspire a defender lo que nos hace grandes: fe, familia y libertad. Viva Chile.

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